— ¿Y la divisa?
— Nemo me impune lacessit.
— ¡Muy bien!
Centelleaban sus ojos por el vino, y los cascabeles y campanillas del gorro sonaban y sonaban. El Medoc habia exaltado mis ideas. Habíamos llegado al medio de unas murallas de huesos mezclados con barricas, en lo más profundo de las catacumbas. Paréme de nuevo, y esta vez me tomé la libertad de coger del brazo á mi Fortunato por más arriba del codo.
— El nitro,— dije,— ya veis que aumenta. Cuelga como el musgo á lo largo de las bóvedas. Estamos bajo el lecho del rio. Las gotas de agua se filtran á traves de los huecos. Venid, vámonos, antes de que sea demasiado tarde. Vuestra tos...
— No es nada, continuemos. — Venga otro trago de Medoc.
Rompí una botella de vino de greve, y se la ofrecí. La bebió de un trago. Brillaron sus ojos, se rió, y arrojó al aire la botella haciendo un gesto que no pude comprender. Mirele con sorpresa, repitió el gesto, un gesto grotesco.
— ¿No comprendeis? — me dijo.
— No,— contesté.
— Entonces no sois de la lógia.
— ¿Qué?
— No sois franc-mason.
— ¡Sí, sí! — dije — ¡Sí, sí!
— ¿Vos? ¡Imposible! ¿Vos mason?