dos haciendo los honores al carnaval. Les habia dicho que no volvería hasta bien entrado el dia, y mandado que no dejasen sola la casa. Yo bien sabia que esta sola órden bastaba para que todos, sin escepcion alguna, se largasen en cuanto yo volviese la espalda.
Tomé dos luces, una á Fortunato, y nos dirigimos atravesando muchas piezas y salones hasta el vestíbulo que á las cuevas conducía. Baje delante de él la escalera, larga y tortuosa, volviendo várias veces la cabeza para advertirle que cuidase de no tropezar. Llegamos al fin, y juntos nos hallamos sobre el húmedo suelo de las catacumbas de Montresors.
El paso de mi amigo era vacilante, y las campanillas y cascabeles de su gorro sonaban á cada uno de sus pasos.
— ¿Y la pipa de amontillado? dijo.
— Está más lejos, le dije; mirad los blancos bordados que centellean sobre las paredes de estas cuevas.
Volvióse hácia mí y miróme con ojos vidriosos, goteando lágrimas de embriaguez.
— ¿El nitro? preguntó por fin.
— El nitro, dije. ¿Desde cuándo teneis esa tos?
— Euh, euh, euh, euh, euh.
Mi pobre amigo no pudo contestarme, hasta despues de algunos minutos.
— No es nada — dijo.
— Venid — dije secamente — vamos fuera de