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pude encontraros, y temí perder una ganga.

— ¡Amontillado!

— Digo que dudo.

— ¡Amontillado!

— Y puesto que estais invitado á algo, voy á buscar á Luchesi. Si alguno hay que sea conocedor, es él. Él me dirá.....

— Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del Jerez.

— Y sin embargo hay imbéciles que comparan sus conocimientos con los vuestros.

— Vamos allá.

— ¿Dónde?

— A vuestras bodegas.

— Amigo mio, no: yo no quiero abusar de vuestra bondad. Sé que estais invitado. Luchesi......

— Nada tengo que hacer. Marchemos.

— No, amigo mio, no. No es la cosa nuestros quehaceres, sino el frio cruel que noto estais sufriendo. Las bodegas son muy húmedas, como que están cubiertas de nitro.

— No importa; vamos. El frio nada supone. ¡Amontillado! Os han engañado. Y en cuanto á Luchesi, repito que es incapaz de distinguir el Jerez del amontillado.

Así charlando, Fortunato se cogió de mi brazo. Me puse una careta de seda negra; y embozándome en mi capa, mo dejé llevar hasta mi palacio.

No habia en él ni un solo criado: estaban to-