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EDGAR POE.

—Mi querido Legrand, esclamé interrumpiéndole, no estais bueno seguramente, y hareis muy bien en tomar algunas precauciones. Id á acostaros y os acompañaré algunos dias hasta que os hayais restablecido. Teneis fiebre y...

—Tomadme el pulso, dijo.

Lo hice y á decir verdad, no encontré el más leve síntoma de calentura.

—Mas podriais muy bien estar enfermo sin tener fiebre, repliqué. Permitidme, por esta vez solamente, hacer con vos las veces de médico. Antes de todo, id á acostaros, en seguida...

—Os engañais, interrumpió; estoy mejor de lo que puede esperarse en el estado de escitacion en que me encuentro. Si realmonte quereis verme bueno de un golpe, calmareis esta escitacion.

—¿Y qué es preciso para ello?

—Una cosa muy sencilla. Júpiter y yo partimos para una espedicion en las colinas, sobre el continente, y tenemos necesidad de la ayuda de una persona de quien nos podamos fiar absolutamente. Vos sois esta única persona. Que nuestra empresa se frustre ó se logre, la escitacion que encontrais en mi ahora, será igualmente apagada.

—Tengo el vivo deseo de serviros en todo, repliqué, pero me direis si vuestro infernal escarabajo tiene alguna relacion con vuestra espedicion a las colinas.

—Sí, ciertamente.

—Entonces, Legrand, me es imposible coo-