todo es tan nuevo, extraordinario y hermoso, que Grischa está lleno de alegría y ríe.
—¡Vamos, vamos!—grita tirando al hombre alto por los faldones de su abrigo.
—¿Adonde?—le pregunta el hombre.
—¡Vamos!—insiste Grischa.
Quisiera decir que desearía coger de camino a mamá, papá y la gata; pero su lengua no lo sabe articular.
Al cabo de un rato la niñera se marcha de la alameda y entra en un gran patio lleno de nieve y obscuro. El hombre de los botones relucientes viene con ellos. Los tres atraviesan el patio y suben por una escalera negra. La puerta se abre y entran en un cuarto. Hay mucho humo; huele a guisado. Una mujer fríe algo en el hogar. La cocinera y la niñera se abrazan, se sientan en un banco y hablan con el hombre. Grischa, envuelto en su ropa de pieles, se sofoca de calor.
—¿Por qué será?—piensa, y mira el techo negro, el hogar, las paredes obscuras.
—¡Ma-a-má!—grita lloriqueando.
—¡Calla!—chilla la niñera.
La cocinera pone en la mesa una botella, tres copas y un gran pastel. Las dos mujeres y el hombre de los botones relucientes beben varias copas, brindan, cantan, y el hombre abraza una u otra de sus compañeras.
Grischa alarga la mano hacia el pastel y le dan un pedacito. Lo come, y sigue con los ojos a la niñera, que bebe... Tiene sed.