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ANTÓN P. CHEJOV

todo es tan nuevo, extraordinario y hermoso, que Grischa está lleno de alegría y ríe.

—¡Vamos, vamos!—grita tirando al hombre alto por los faldones de su abrigo.

—¿Adonde?—le pregunta el hombre.

—¡Vamos!—insiste Grischa.

Quisiera decir que desearía coger de camino a mamá, papá y la gata; pero su lengua no lo sabe articular.

Al cabo de un rato la niñera se marcha de la alameda y entra en un gran patio lleno de nieve y obscuro. El hombre de los botones relucientes viene con ellos. Los tres atraviesan el patio y suben por una escalera negra. La puerta se abre y entran en un cuarto. Hay mucho humo; huele a guisado. Una mujer fríe algo en el hogar. La cocinera y la niñera se abrazan, se sientan en un banco y hablan con el hombre. Grischa, envuelto en su ropa de pieles, se sofoca de calor.

—¿Por qué será?—piensa, y mira el techo negro, el hogar, las paredes obscuras.

—¡Ma-a-má!—grita lloriqueando.

—¡Calla!—chilla la niñera.

La cocinera pone en la mesa una botella, tres copas y un gran pastel. Las dos mujeres y el hombre de los botones relucientes beben varias copas, brindan, cantan, y el hombre abraza una u otra de sus compañeras.

Grischa alarga la mano hacia el pastel y le dan un pedacito. Lo come, y sigue con los ojos a la niñera, que bebe... Tiene sed.