se echó debajo de un tren. El cuarto, un hombrecito regordete y vestido a la última moda, nos contó lo siguiente:
«Tenía yo veintidós o veintitrés años cuando me enamoré locamente de mi actual esposa y pedí su mano... Ahora me pegaría gustoso una buena paliza por haberme casado demasiado joven; pero entonces no sé lo que habría sido de mí si Natacha me hubiera rechazado. Era éste un amor verdadero, tal como lo pintan en las novelas, un amor loco, apasionado, etcétera. Mi felicidad me ahogaba y, en verdad, fastidiaba a todos: a mi padre, a mis amigos, a los criados, pues yo no me cansaba de describirles lo ferviente de mi amor. La gente feliz es tonta y aburrida. Debía de estar insoportable; pero hacía como todo el mundo.
Entre mis amigos había un joven abogado que empezaba su carrera. Ahora su nombre es conocido en toda Rusia; pero en aquellos tiempos era un principiante; aun no había ganado dinero ni alcanzado el derecho de pasar por la calle al lado de sus amigos sin reconocerlos. Yo venía a verle unas dos veces a la semana. Al llegar a su casa nos echábamos en los divanes y empezábamos a filosofar.
Una vez estaba yo tendido en el sofá y trataba de convencerle de que la carrera de abogado es la más ingrata. A mi parecer, el Juzgado no necesitaba ni procuradores ni abogados; después de oír a los testigos, la opinión está formada y los discursos no pueden