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ANTÓN P. CHEJOV

—Lo dices todos los días y, sin embargo, él sigue viniendo.

—¡Hoy he tomado mi resolución! ¡He perdido demasiado por su culpa! Tienes que disculparme; pero le insultaré y gritaré como un carretero.

Por fin se oye el timbre. El Sabio dirígese hacia el recibimiento, el pecho erguido, la cabeza levantada, la cara seria... Al lado de la percha está su copista, joven de diez y ocho años, de cara larga y pálida, vestido con un gabán usado. Limpia cuidadosamente sus botas en la estera, procurando ocultar a la criada un gran agujero, por el cual asoma el calcetín blanco. Viendo entrar al Sabio, sonriese ingenuamente, como suelen sonreírse los niños o la gente muy bondadosa.

—¡Buenas tardes!—le dice alargándole su mano grande y húmeda—. ¿Cómo sigue su garganta?

—¡Iván Matveievitch!—dice con voz temblorosa el hombre de ciencia haciendo un paso atrás y cruzando los brazos—. ¡Iván Matveievitch!

Luego se abalanza sobre el copista, le coge por los hombros y le sacude débilmente.

—¡Qué hace usted!—prosigue con desesperación—. ¡Usted es un hombre malo, abominable! ¿Qué hace usted conmigo? Usted se burla de mí. ¡Confiéselo!

—¿Qué? ¿Qué dice usted?

—¿Se atreve usted a preguntármelo? Bien