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ANTÓN P. CHEJOV

mente Pustiagof—, y es un miserable, un chismoso; se lo contaré mañana al director.

Sirven el cuarto plato, y el quinto... Un caballero alto, con las ventanillas de la nariz anchas y velludas y los ojos pequeños, se pone en pie, se acaricia la cabeza, y exclama: «Brindo por la salud de las señoras.»

Los comensales se levantan ruidosamente y toman las copas en sus manos. Alegre «¡viva!» resuena por todas las habitaciones. Las señoras sonríen y alzan también sus copas. Pustiagof se pone a su vez en pie y coge la suya con la mano izquierda.

—Haga usted el favor, León Nicolaevitch; déle esta copa a su vecina—dice uno de los convidados al maestro—; hágala usted beber.

No hay más remedio. Pustiagof, muy a su pesar, tiene que separar la mano de su pecho para coger la copa, y la condecoración, con su arrugada cinta roja, resplandece a la luz del día. El maestro palidece, baja la cabeza y lanza una tímida mirada al francés, que lo contemplaba lleno de asombro y con aire interrogativo; sus labios sonríen astutamente, y el malestar desaparece de su semblante.

—Juli Avgestovitch—le dice el dueño al francés—; alcánceme la botella que tiene delante.

Tramblin, indeciso, alarga la mano y... ¡qué felicidad! Pustiagof ve en su pecho una condecoración. ¡Y no la de San Estanislao: la de Santa Ana! De modo que el francés ha hecho