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ANTÓN P. CHEJOV

en un coche de alquiler, va a casa de Spitchkin; lleva el abrigo entreabierto y contempla su pecho. Allí, con su esmalte de color y puntas doradas, resplandece la condecoración ajena.

—Hasta uno mismo se tiene más consideración gracias a este juguetito—reflexiona el maestro—. Un chisme tan insignificante, costará todo lo más unos cinco rublos, y ¡cuánta importancia tiene!

Al llegar a casa de Spitchkin se desabrocha completamente el gabán y saca el dinero para pagar al cochero. Le parece que éste se ha quedado aturdido al ver sus hombreras, los botones relucientes y la condecoración. Pustiakof tose satisfecho y entra en la casa. Al quitarse el abrigo en la antecámara, mira hacia el salón. Hay allí ya unos quince convidados. Se oye rumor de voces y ruido de platos.

—¿Quién es?—pregunta el dueño—. ¡Hola! ¿Es usted, León Nicolaevitch? ¡Enhorabuena! Llega usted un poco tarde; pero no importa...; acabamos de sentarnos.

Pustiakof, con el pecho alzado y la cabeza erguida, entra restregándose las manos. Al mismo instante observa algo terrible: al lado de Zina está sentado un compañero suyo—el maestro de francés Tramblin—. Dejarle ver la condecoración sería exponerse a una multitud de preguntas y averiguaciones desagradables. Su primer impulso fué arrancar la condecoración o echarse a correr; pero está fuertemente cosida, y escaparse ya no es posible.