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ANTÓN P. CHEJOV

usted, Dmitri Osipovitch, es un travieso..., un burlón..., lo comprendo... Por los cigarrillos no se despierta a la gente..., lo comprendo...

Rosalía Carlovna sale de la habitación. Vaksin, algo tranquilizado por la conversación y avergonzado de su cobardía, se tapa la cabeza con la sábana y cierra los ojos. Pasan unos diez minutos relativamente soportables; pero luego se repiten las mismas cosas. Saca la mano a tientas, busca los fósforos y enciende la vela sin abrir los ojos. Pero la claridad no le alivia. Su imaginación turbada ve que su tío guiña los ojos y que alguien le contempla desde un rincón...

—¡La llamaré otra vez! ¡Que el demonio se la lleve!...—se dice Vaksin—. Diré que estoy malo... Pediré gotas...

Vaksin toca el timbre. No obtiene contestación. Llama otra vez, y solamente responden las campanas de la iglesia. Presa de un temor ciego, sale como loco de la alcoba y, persignándose, echa a correr por el pasillo hacia el cuarto de la institutriz. Está descalzo y en paños menores.

—¡Rosalía Carlovna!—llama con voz temblorosa—. ¡Rosalía Carlovna! ¿Duerme usted? Estoy... estoy enfermo...

Nadie le contesta. El silencio es completo.

—Se lo ruego..., ¿comprende usted?; se lo ruego. ¿Para qué tantos... melindres? No lo entiendo..., y sobre todo si uno está enfermo... A su edad y tan escrupulosa...