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ANTÓN P. CHEJOV

pandóse con la manta—. No son los muertos los que asustan; es la incertidumbre...

Suena la una de la noche. Vaksin vuélvese del otro lado y echa una mirada a la lucecita azul de la mariposa. La lucecita centellea y apenas alumbra los rincones y el retrato del tío Klavdi Mironovitch, colgado en la pared, frente a la cama.

—¿Qué haré si ahora en esta penumbra se me aparece la sombra del tío?—pensó Vaksin—. ¡No, son tonterías; esto no puede ser! Los fantasmas son producto de cabezas incultas...

Sin embargo, Vaksin se tapa la cabeza con la manta y cierra los ojos. En su imaginación se le aparecen el muerto que se revolvió en el ataúd, su difunta suegra, un compañero ahorcado, una joven ahogada... Vaksin procura pensar en otras cosas; pero todos sus esfuerzos resultan vanos; sus pensamientos se hacen más temibles y más embrollados. El temor le oprime.

—¡Qué diablo! ¡Tengo miedo como un chiquillo!... ¡Es absurdo!

Tic tac, tic tac, óyese el sonido del reloj detrás de la pared. En la iglesia lugareña suenan las campanas; el toque es lento... triste... Vaksin siente un frío en la espalda y en la nuca. Le parece que alguien respira al lado suyo; que el tío sale del marco y se inclina sobre él... Tiene un miedo invencible. Aprieta los dientes y contiene la respiración. En fin,