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ANTÓN P. CHEJOV

habían estallado por todas las costuras. ¡El animal levantó la pierna tan en alto, que no quedó una costura sana! ¡Ja..., ja..., ja...! Y había señoras en la sala. Entre otras, la mujer de aquel papanatas de Okurin... Okurin se puso como loco, rabiando. ¿Cómo atreverse a tamaña indecencia delante de una señora? Cruzáronse de palabras... ya lo sabes. Acabó Okurin por mandar sus testigos a Drujkof, y Drujkof, que no tiene pelo de tonto, les respondió:

—¡Ja..., ja..., ja...! Que no me mande a mí sus testigos, sino a mi sastre, que me cosió mal estos pantalones. ¡Suya es la culpa! ¡Ja..., ja..., ja...!

Sila y Mila, las hijas de la coronela, que se hallan sentadas junto a la ventana, apoyando sus mejillas gordinflonas en sus puños, ruborízanse y bajan los ojitos.

—¿Ha oído usted?—sigue Nechatirina, volviéndose al dueño—. ¿Qué le parece? Yo soy, señor mío, una coronela! ¡Mi marido ha ocupado un puesto importante! ¡No he de permitir que en mi presencia cualquier carretero relate indecencias semejantes!

—¡Señora, si no es un carretero! Es el capitán Kikin. ¡Es un caballero!

—Si hasta tal punto olvida sus deberes de caballero, que se expresa como un vulgar conductor de carros, merece ser despreciado aun más. ¡En una palabra, no discuta usted; emplee medios enérgicos!