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ANTÓN P. CHEJOV

Gáguim, a tientas, busca la bata junto a la estufa, se la pone y se dirige al dormitorio.

Marie Michailovna, al irse su marido, se mete en la cama a esperar que éste vuelva. Transcurren tres minutos de relativa tranquilidad, pero luego empieza a inquietarse.

—¡Cuánto tarda en volver!—piensa—. No faltaría más sino que topara con el ladrón.

Y en su imaginación se representa cómo en la obscura cocina Gáguim recibe en el cráneo un golpe de maza y muere sin proferir un grito; en el suelo hay un charco de sangre...

Pasan cinco minutos..., seis... Un sudor frío corre por sus sienes.

—¡Vasili!—grita—. ¡Vasili!

—¿Qué te sucede? ¿Por qué chillas?—le contesta su marido—. ¿Te ahorcan acaso?

Gáguim acércase y se sienta al borde de la cama.

—No hay nada—dice—; todo ha sido imaginación tuya. Puedes estar tranquila; tu estúpida Pelagia es tan virtuosa como Lucrecia. Eres muy cobarde, muy...

Y el consejero zahiere cuanto pudo a su mujer. Hállase desvelado y no siente la necesidad de dormir.

—Eres muy cobarde—prosigue—. Es necesario que mañana vayas a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones; eres una histérica.

—Huele a brea o a cebolla.

—Sí; algo hay en la atmósfera que huele