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ANTÓN P. CHEJOV

do con un carretero enorme, mohino y picado de viruelas que viste un andrajoso capote.

—¡Valiente carro el tuyo! El diablo en persona no alcanzaría a decir cuál es su parte trasera y la delantera—exclama el agrimensor encaramándose en el vehículo.

—Ello no es muy difícil de saber. Donde está la cola del caballo es la parte de delante, y donde se sienta vuestra señoría es la parte de detrás.

El caballo es joven, pero flaco, con piernas torcidas y orejas desmesuradas. Al primer latigazo el rocín menea la cabeza sin moverse del sitio; al segundo pega un tirón al carro; al tercero da una sacudida, y solamente al cuarto se pone en marcha.

—¿Vamos a ir a este paso todo el camino?—pregunta el agrimensor, aturdido por el traqueteo y asombrado de ver cómo se armonizaba el paso de tortuga del animal con aquel vaivén tan atroz.

—Llegaremos, no tenga cuidado... La jaquita es joven y vivaracha... Déjela tiempo de estirar las piernas, y verá cómo luego no habrá modo de pararla... ¡Arre, maldita; arre!

Cuando el carro sale de la estación es casi de noche. A la derecha extiéndese una llanura helada sin fin. En el punto del horizonte donde se junta con el cielo se ve una raya luminosa, indicando el poniente. A la izquierda de la carretera destácanse unos montones pardos, sin que sea posible distinguir si eran pilas de