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ANTÓN P. CHEJOV

siento nada... nada; pero robarme a mí... es una ingratitud... ¿Así me pagan mis bondades?

Todos miran sus platos; pero a Máchenka parécele que todos se fijan en ella. Siente como una opresión en la garganta y rompe a llorar, tapándose la cara con su pañuelo.

—Dispénsenme—balbucea—; la cabeza me duele... me voy...

Levántase torpemente, haciendo ruido con la silla y, turbándose aún más, sale del comedor.

—¡Dios mío! ¿A qué practicar pesquisas en su cuarto?—dice Nicolás Serguievitch—. Ha sido una torpeza...

—Yo no digo que sea ella la que ha cogido el broche—contesta Fedosia Vasilevna—; pero ¿puedes tú responder por ella?

—Claro que no... Pero registrarla ha sido una torpeza... Además, la ley no te confiere derecho para hacerlo.

—Yo no conozco vuestras leyes; lo que sé es que me han robado el broche y quiero encontrarlo. ¡Y lo encontraré!...—exclamó encolerizada y dando un golpe con su tenedor en el plato—. Y tú, come y no te metas en mis asuntos.

Nicolás Serguievitch suspira y baja tímidamente los ojos.

Entre tanto, Máchenka llega a su cuarto y déjase caer en la cama. Ya no siente temor ni vergüenza; siéntese presa de un deseo irre-