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ANTÓN P. CHEJOV

Pachka miró a la torre por encima de mi hombro, bostezó y dijo tranquilamente:

—¡Quién sabe!

Este pequeño coloquio con el niño me calmó; pero no por largo rato. Pachka, al notar mi inquietud, fijó nuevamente sus grandes ojos en la lucecita, me miró a mí y exclamó:

—Tengo miedo...

Entonces, sin darme cuenta de mis actos, estreché al niño contra mi pecho y di un latigazo al caballo

—¡Qué tontería!—pensaba interiormente—. Esta aparición me turba porque no me la explico; todo lo incomprensible inspira miedo.

Así trataba de tranquilizarme; pero a pesar de esto no paraba de fustigar al caballo.

Al llegar a la estación, me entretuve una hora en charlar con el jefe de la misma, leí dos o tres periódicos; pero el malestar no me abandonaba. Al regreso, ya no vi la lucecita; pero las casas, los tilos y el monte me parecían animados.

A estas horas todavía no he podido averiguar la procedencia de aquella luz.


***


La segunda vez que me sentí presa de terror fué igualmente por una causa insignificante... Volvía de una cita amorosa...; era la una de la noche..., hora en que la Naturaleza