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ANTÓN P. CHEJOV

volver a buscarlos; estaba seguro que todo aquello era alucinación y, sin embargo, el temor me aprisionaba, mi cara estaba inundada de sudor frío, los pelos de punta...

Me volvía loco y exponíame a pillar una pulmonía. Por suerte, me acordé de que en la misma calle vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí hacia su casa; en aquel tiempo aun no estaba casado y tenía su cuarto» en un quinto piso de una gran casa.

Mis nervios tuvieron que soportar todavía otro choque... Al subir la escalera oí un ruido atroz: alguien bajaba corriendo, batiendo las puertas y gritando con todas su fuerzas: «¡Socorro, socorro! ¡Portero!»

Un momento después vi aparecer una figura obscura que bajaba rodando las escaleras...

—¡Pagostof!—exclamé al reconocer a mi amigo el médico—. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?

Pagostof se paró y me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad; su cuerpo temblaba; sus ojos erraban desmesuradamente abiertos...

—¿Es usted, Panihidin?—me preguntó con voz ronca—. ¿Es verdaderamente usted? ¡Pero está usted pálido como un muerto! ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!...

—Pero ¿qué le pasa?... ¿Qué ocurre?...

—¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted verdaderamente! ¡Qué contento estoy de verle! Esta maldita sesión espiritista me ha trastor-