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HISTORIA DE UNA ANGUILA

Lástima que un golpe de viento no alcanzara a mi fósforo; apagado éste, hubiérame evitado ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la puerta y, lleno de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.

En medio del cuarto había un ataúd.

La lucecita del fósforo ardió poco tiempo; sin embargo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mis ojos. Era de brocado rosa, con una cruz de galón dorado en la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce, todo indicaba que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto era una joven de alta estatura.

Sin razonarlo ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era obscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. Cómo no me caí y no me rompí los huesos, no lo comprendo. Al verme en la calle me apoyé en un farol y traté de tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca... No me hubiera asombrado si hubiera encontrado en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio... No me hubiera asombrado si el techo se hubiera hundido, si el piso se hubiera desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero ¿cómo vino a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd de precio, hecho evidentemente para una joven rica; ¿cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará