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ANTÓN P. CHEJOV

señora—, ¡Estás celoso de Suleiman! ¡Quisiera ver cómo ibas tú a los montes sin guía! ¡Lo quisiera ver! Si no conoces ni entiendes aquella vida, barias mejor en callarte. ¡Escucha y calla! Allí no se puede dar ni un solo paso sin guía.

—¡Naturalmente!

—¡Hazme el favor de dejar esas tontas sonrisitas! No soy una Julia cualquiera para soportarlas. Yo, aunque no pretendo pasar por una santa, no me permitiría ciertas cosas... ¡Ca!... Mametkul; aquél pasaba todo el tiempo con Julia Petrovna, y yo no... En cuanto daban las once, basta... «¡Suleiman, largo!» Y mi tonto tartarito se marchaba. Yo le trataba con mucha severidad... Apenas me venía con algunas pretensiones, por lo del dinero, o alguna otra cosa, en seguida: «¿Cómo? ¿Qué quiere decir esto?» ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!... No le llegaba la camisa al cuerpo. ¿Sabes, Vasitchka? Tenía unos ojos negros como el carbón... Una cara morenita, una cara de tártaro tan graciosa... ¡Ah, le trataba con mucha severidad!...

—Me lo imagino—dice el esposo haciendo bolitas de miga de pan.

—¡Eres tonto, Vasitchka; muy tonto!... Ya sé lo que piensas... Conozco tus ideas... Pero te aseguro que paseándose no se propasaba nunca. Por ejemplo, íbamos de excursión a los montes o a la cascada de Ucha-Su. Yo le ordenaba siempre: «¡Suleiman, atrás! ¿Oyes?» Y el pobrecillo tenía que seguirme... Y hasta