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Los perseguidos

sigilosamente.

Como había bajado la cabeza y el pañuelo era grande, no se me veía más que los ojos. Y con ellos atisbé á Díaz Vélez, tan seguro de que no me vería que tuve la tentación fulminante de escupirme precipitadamente tres veces en la mano y soltar la carcajada, para hacer una cosa de loco.

Ya estábamos en La Brasileña. Nos sentamos en la diminuta mesa, uno enfrente de otro, las rodillas tocando casi. El fondo verde nilo del café daba en la cuasi penumbra una sensación de húmeda y reluciente frescura que obligaba á mirar con atención las paredes por ver si estaban mojadas.

Díaz se volvió al mozo recostado de espaldas y el paño en las manos cruzadas, y adoptó en definitiva una postura cómoda.

Pasamos un rato sin hablar, pero las mos14