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terio, y sus individuos fueron á purgar su pecado en castillos y conventos. Más afortunado el Inquisidor general, logró seguir en su puesto, y gozar de la confianza del príncipe de la Paz, hasta el punto de tomar parte en aquellos festines celebrados en Chamartin, acerca de los cuales he oido referir á los que alcanzaron esos tiempos cosas que no son para creidas fácilmente, ni ménos para referidas. Lo cierto es que el bígamo Godoy, vendido á la política de Napoleon en cuerpo y alma, y dócil instrumento suyo, no era mejor que los Urquijos y Caballeros.

Persiguióse como redactor de la cismática órden de 1799 al capellan de honor D. José Espiga, atribuyéndole los datos canónicos allí consignados, pues nadie creyó á Urquijo sabedor de ellos. Pero ¿qué daño le habia de hacer el Inquisidor general á un clérigo que, en todo caso, no habia dicho sino lo que él llamaba buenas doctrinas?

Todas las causas que se siguieron por la Inquisicion desde 1797 á 1808, fueron una pura burla: los verdaderos católicos estaban comprometidos. Godoy tuvo buen cuidado de no separar al Inquisidor general, su amigote. Este conservó tambien en la Suprema á D. Lorenzo Villanueva, capellan de honor, y á D. Juan Antonio Llorente, secretario de ella, que luego trató de borrar sus servicios inquisitoriales apareciendo como enemigo acérrimo de aquel mismo tribunal que le halía dado de comer por muchos años. Oráculos eran en la Suprema los canónigos de la Real Capilla de San Isidro de Madrid, convertida en madriguera del jansenismo. El canónigo D. Baltasar Calvo cometió la imprudencia de acusar á sus compañeros de jansenistas, y señalar corno centro de aquel club jansenístico la casa de la condesa de Montijo, célebre tambien por su ódio á los institutos religiosos y por los epigramas burlescos contra los frailes de que se la supone autora, y que andan en boca de todos los que se educaron en los cinco primeros lustros de este siglo (1).

Pero el canónigo Calvo salió perdiendo, como no podia ménos. Los canónigos Rodrigalvarez y Posadas, apoyados por el inolvidable Marina y sus correligionarios en la Inquisicion, hicieron que aquél fuese casi condenado (2). Culpábase de todo esto á los Jesuitas que habían regresado en

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(1) Estos obscenos é impios epigramas eran recitados de sobremesa en los convites y francachelas, á que convidaba Godoy tambien á la autora, aunque se dice eran mas bien de otro poeta afrancesado. Én aquellos epigramas hace siempre el gasto un capuchino, algun confesor de monjas, o por lo menos alguna beata. Lo malo que se publica ahora apenas alcanza al cinismo de agnello. Ya veremos luego que en 1820 el conde de Montijo era el jefe de la francmasonería española.

(2) Fue ahorcado en la cárcel de Valencia como autor del asesinato de los franceses de aquella ciudad; suceso horrible por el asesinato, y aún más horrible por el modo de castigar á los asesinos.