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Prólogo.

y futuros, por su escritura perpétua y por consiguiente á sus Reinos, perjudican. Demetrio Phalereo, varon doctísimo (segun Tulio), amonestaba (como Plutarco en las Apothegmas, pág. 305, dice) al Rey Ptolomeo que tuviese y leyese aquellos libros que tractaban de los preceptos y reglas que los Reyes deben guardar en sus Reinos, porque lo que los amigos y privados no les osan ó no quieren decirles, ó los lisonjeros con falsedad les hacen entender, hallan para su provecho y del Reino y la verdad de lo que han de seguir en ellos escripto; de donde se sigue que los malos libros deben los Reyes vitar de sí, y no sólo por sí no leerlos, pero prohibirlos en sus Reinos. Ansí lo hicieron los romanos, que porque algunos libros griegos que tractaban de la disciplina de la sapiencia, les pareció que en alguna manera disminuian la religion, Petilio, Pretor urbano, por autoridad del Senado, en presencia de todo el pueblo, encendido un gran fuego, los mandó quemar, segun cuentan, Tito Livio, 20, libro Ab urbe condita, y Valerio Máximo, libro[1]. Lo mismo hicieron los atenienses de los libros de Diágoras, ó segun otros de Protágoras, porque ponia en duda el ser de los dioses, segun refiere Lactancio en el libro De Ira Dei, capítulo 9.º Entónces cognoscerán los Príncipes los libros que contienen daño y perjuicio suyo y de su república, cuando con suma diligencia mandaren que los ya publicados, si tienen alguna sospecha de provocar los leyentes, ó á falta de religion, ó á corrupcion de las buenas costumbres, y los que de nuevo sus autores quisieren poner en público, por personas doctas en aquellas materias y amigas de la virtud sean con exactísima indagacion examinados, porque como siempre los que los componen pretenden conseguir,


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