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El séquito de don Fernando y de doña Isabel, y los consejeros, se puso á derecha é izquierda del dosel coil los dignatarios de Aragón y de Castilla, y mas lejos, los em- pleados civiles, los caballeros, los escuderos, y los pajes. En el sitio destinado al efecto, tomaron plaza las da- mas de palacio, los prelados, los ricos hombres y la no- bleza; y fuera de la balaustrada y de pié, los vehedores de ambas coronas, y los individuos de la clase media que estaban protejidos por algunos familiares de la corte. En la calle se apiñaban las masas, levantándose de ellas un sordo y prolongado murmullo. Los balcones, re- vestidos da flores y colgaduras, estaban atestados de damas, ajitando sin cesar los abanicos; y hasta los teja- dos no eran suficientes para contener espectadores. Presto comienza á subir de punto el rumor, á crecer y á robustecerse, y trocándose de repente en estrepitosas aclamaciones, al divisar los barceloneses los primeros ji- netes del cortejo, penetra atronador por las ventanas de la rejia morada. Aparece rodeada de los oficiales de la espedicion la bandera que habia flameado en la mar Tenebrosa, y de- tras, siendo la admiración de cuantos los ven, los hombres de tez bronceada, que fueron bajo ella al través de tan- tos pehgros, y los desconocidos objetos del nuevo mun- do; las plantas y los animales; pero sobre todo los des- nudos, pintarrajados y temerosos indios. Llega al fin Colon, tan modesto con su magnífico ro- paje, como cuando se alejaba de los muros de Santa Eé. Mas si en su persona se advertía esa sencillez, que en- jendra la grandeza de alma, el santo gozo que rebosaba de su corazón, imprimía á su rostro una tranquihdad y dulzura sublimes. Parecía que el esplendor del triunfo, al reflejarse en su frente, rodeaba su plateada cabellera con una aureola divina, y que sus facciones trasluzian la misión augusta que habia cumplido. Al entrar en el salón el revelador del nuevo mundo, como impelidos por secreto impulso, se levantaron los