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No descuidaba nunca Colon la mas leve circunstancia, el menor detalle, ni el hombre que pareciera mas insignificante. Entre la Concepción y la Fernandina, habiendo dado con un indíjena, que bogaba solo en su canoa, le hizo subir á borbo de su carabela, con el objeto de agasajarlo, y se encontró ser precisamente un correo espedido á una de las Lucayas, para llevar la nueva de la llegada de los hombres divinos, en testimonio de lo cual traia consigo dos monedas y algunas cuentas de vidrio. De aquí dedujo Colon que presto se estenderia mucho la noticia de su venida, y que importaba difundir con ella el buen nombre de los enviados del cielo. La prudencia y la política, que tan bien hermanaban con sus inclinaciones naturales, le impelían á desplegar cierta magnificencia y dulzura con aquellos pueblos nacientes. Si de antemano Colon los amó en Jesu-Cristo, ahora los amaba el primero como el padre ama á su hijo, y ellos por instinto le daban algo de su afecto, apurando en su favor la poca constancia de su veleidoso carácter. En ningún tiempo ni lugar dieron los indios á un europeo testimonios de tanta confianza y adhesión como á él. Era que Cristóbal tenia el don de hacerse amar y obedecer á ciegas.

Observó el almirante la falta de habitaciones á la orilla del mar, y de los ríos; á pesar de la hermosura de los sitios y de las comodidades que reportarian viviendo allí; y como notara todas las cabanas dispuestas de tal modo, que sus habitantes pudieran ver, antes de ser vistos, sospechó con su singular sagacidad, que un peligro común los obligaba á estar alerta. Comprendió que alguna raza estranjera, mas atrevida y mejor armada, tendría costumbre de llegar allí, para robar á los riveranos; y supo, después de haberle costado gran pena convencerse de ello, que en medio de la paz y la abundancia de tan risueños y poéticos parajes, atroces forajidos recorrían los confines de los bosques, no para saquear las cabanas, sino para apoderarse de sus habitantes, ponerlos en