Y vió una tierra fecunda, risueña y accidentada de un modo pintoresco por eminencias coronadas de bosques, y aspiró los balsámicos olores que recojia la brisa, al pasar por las florestas y esparcirlos sobre el mar. El contemplador de las obras de Dios deleitaba su olfato con aquel ambiente estraño en Europa, admiraba las trasparencias de las aguas, la suavidad del aire y el brillo del cielo, y no sabia á donde echar el ancla. "Mis ojos, decia, no se cansaban de mirar un verde tan hermoso y tan distinto del europeo...... Las flores y los árboles de la playa nos enviaban, un olor tan grato, que era lo mas suave que podia respirarse;"[1] y como lo convidaban por todos los puntos de la orilla nuevos encantos, andaba indeciso, sin saber á cual preferir.
Al desembarcar reconoció la superioridad de esta isla sobre las demás. Estaba cubierta de magníficos y soberbios árboles, y de yerba tan alta como en el mes de Abril en Andalucía: inmensas lagunas la daban deliciosa frescura, y á cada momento innumerables bandadas de loros oscurecian el Sol. El canto y los relucientes plumajes de multitud de aves, nunca vistas en Europa, la pureza del ambiente, los estraños productos del suelo, y el aspecto de la nueva naturaleza, al par que lo sorprendieron, lo inclinaron á bautizarla con el nombre de la real asociada de su fe, de sus esperanzas y de su celo evanjélico: llamóse, pues, Saometo, la Isabela.
Al acercarse los estranjeros, sus habitantes se huyeron en desordenada fuga, llevando consigo todos sus adornos, salvo los muebles, á los cuales prohibió tocar el almirante bajo las penas mas severas. A poco rato los indíjenas, viendo que no se ocupaban los españoles de perseguirlos, se fueron acercando para hacer cambios. Algunos traian suspendidas del cuello
- ↑ Diario de Colon. Viérnes 19 de Octubre de 1492.