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del artífice se revelaron intuitivamente al hombre superior, que, despues de haber adquirido nociones completas del mundo físico y de los destinos de la humanidad, se vió llamado á la cabeza del gobierno del catolicismo. Una simpatia instintiva une al inmortal Pio IX á la memoria del cristiano escojido por Dios para revelarnos la mitad de su creacion terrestre, y es lójico y digno del jefe de la Iglesia el protejer la gloria del primer católico, que clavó la cruz en aquellas remotas playas, y proclamó el nombre del redentor.

Tambien parece natural tocase á un frances, dar cumplimiento á un acto de justicia reparadora, publicando la historia exacta de tan gran servidor de Dios, ya que la Francia fué la que, si bien sin quererlo, contribuyó la primera á despojarle de sus derechos, dando otro nombre que no el suyo al continente, que descubrió su injénio. Si hemos aceptado una comisión tan honrosa, y que tanto escede á nuestras fuerzas, es porque la benevolencia[1] con que se ha dignado tratarnos el soberano pontífice reinante, nuestro amor á la verdad, nuestra libertad de preocupaciones personales y nuestra confianza en Dios nos permiten esperar, que no obstante nuestra incapacidad, plazca al padre de las luces, autor de los dones perfectos, iluminar el camino de nuestras investigaciones; y que por el ascendiente que siempre tuvo la verdad, y que

  1. Ademas de la carta con que S. S. se dignó honrar al autor, por un favor escepcional, se suscribió á la obra, y envió al conde Roselly de Lorgues la cruz de S. Gregorio Magno.
    N. de la 1a edicion francesa.