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ledo, nombrados árbitros en la cuestion, fallaron que solo á Isabel tocaba gobernar la Castilla. Dióse la sentencia ante los grandes del reino, é hirió tanto el orgullo aragonés de don Fernando, que habló de separarse de su mujer, y volver á los estados de su padre. Pero ella, con aquel tacto con que lo hacia todo, apaciguó la cólera de su enojado esposo con algunas palabras llenas de saber y de ternura, que ha recojido la historia. El sencillo cronista Valles las repite bajo el epígrafe de Amoroso razonamiento, y si él encuentra en el discurso de la reyna las razones del amor, nosotros hallamos al mismo tiempo el amor de la razon, pues su lenguaje en aquel dia, que iba á decidir de la suerte de España, fué una injeniosa alternativa entre el amor y la razon, entre el corazon y el alma, entre el cariño y el deber. Con poco esfuerzo le demostró que recibirian ambos provecho en rejir cada uno sus estados, dándose mútua asistencia, y reuniendo dos nombres y dos coronas en una sola voluntad. Maravillándose el rey de la prudencia de Isabel, añade Valles, elojió mucho cuanto dijo, y concluyó declarando, que era merecedora de reinar no solo en España sino en todo el mundo.[1]

Tal vez creyó Fernando que su alabanza no pasaba de ser una galanteria; pero era un juicio, que han sancionado los siglos, y que permanece grabado en la memoria reconocida de una nacion entera.

En efecto, era digna Isabel de un trono pues parecía haber nacido para mandar. Como sabia que todo poder viene de Dios, y que la responsabilidad de un monarca se proporciona á su dominio, lo hacia todo de suerte, que pudiera responder de ello ante el eterno y la posteridad. No hay duda que fué infinitamente superior á su consorte en instrucción, en miras elevadas, en rectitud y en talento para elejir las personas

  1. Valles. Sumaria adicion, cap. V, Introduccion á la Crónica de Hernando del Pulgar.