—Sí, señor. No tardarán; es menester que tomen ustedes una determinación en seguida, pues á usted, si le cogiesen, le pasarían por las armas, y las señoras las apresarían los vilanos como rico botín.
—Señoras... —las dijo Enrique con incertidumbre, sin atreverse á proponerles abiertamente la huída por mar, lo primero porque sabía de sobra que estaban rendidas de tan penosa jornada, y además porque la mar estaba muy revuelta, el cielo se mostraba tempestuoso y tanto ó más peligro habría de correrse en la mar que en la tierra.
—Yo no puedo embarcarme; estoy muerta de cansancio.
—Y yo.
—Además la mar,...—replicó el marinero.
—Entonces, —decidió Enrique— va á ser menester que usted nos esconda en su choza por: esta noche.
— ¡Y si registran?—añadió Clara.
—Sí que registrarán si vienen;—afirmó el pescador;—pues son desconfiados y siempre suponen que escondo el pescado para vendérseloá los peruanos. Pero la choza tiene un zaguán sobre el cielo raso del segundo piso, que da á la cubierta, y no es probable que se les ocurra gatear por el tejado.
—Pues vamos allá.