tarde y, como la alegría, por sútil que sea, hace verlo todo color de rosa, Clara y Enrique, mutuamente y sin advertirse ni insinuarse nada, emprendieron una conversación íntima, reveladora de una mútua pasión en gérmén.
—Le deberemos á usted la vida, Enrique.— dijo Clara.
—Y yo á usted, quién sabe si la felicidad.
Al anochecer llegaron á la costa.
Como Enrique suponía, por aquellos sitios había una choza de pescadores, y el patrón de la vivienda era conocido antiguo del militar.
En cuanto se acercaron á la choza vieron al patrón y éste á su vez le reconoció en seguida.
—¡Don Enrique! ¿Cómo por aquí? Yo le hacía á usted en la ciudad, sitiado por el enemigo.
El teniente le contó la aventura, la huída y le manifestó su deseo de dejar en lugar seguro á las señoras.
—Será difícil por desgracia, don Enrique.
— ¿Cómo?
—Los bolivianos imperan y campan por aquí, y á este mismo sitio, á mi choza, vienen á estas horas casi todas las noches para comprarme el pescado que saco de las redes.
—A estas horas?