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GESTA

hogar, simulando una serenidad de circunstancias; y la compañera asidua del pobre enfermo, —esa flor pura, única, vaso esquisito, alma gemela, que marchaba en la vida á su lado, siguiendo sus inspiraciones, como una luz á otra luz,— trémula, pero sin demostrar, exteriormente, los acongojamientos íntimos de su ser, descentralizado por la primera conmoción. A un lado, deliberando casi en secreto, los tres médicos llamados en la hora suprema, como recurso extremo, para que, juntos, entablaran la batalla decisiva con el terrible é inevitable enemigo; y allá, en frente, en el rincón de la izquierda, sentada en la silla más cómoda de la casa, la grande y noble y vieja abuela, llorando á lágrima viva, apesar de sus ímpetus y de sus energías que, á veces, la transfiguraban.

Por la puerta entreabierta aparecía una figura grotesca: era la buena mujer que hacia de mandadero y que, á cada rato, salía y entraba cargada de cajas y frascos de remedios, horribles brebajes que amargaban, más aún, los últimos instantes del moribundo.