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ALBERTO GHIRALDO

Allí está el jugador ennpedernido, de ojos éxtrávicos y mirar difuso, que ha pasado las tres cuartas partes de su existencia barajando naipes y proyectando combinaciones.

Allí está el anciano, ayer venerable, el que en sus últimos días ha sido arrojado por un puntapié de la fortuna á aquel antro de perdición, según unos, y áncora de salvación, último refugio de desgraciados, según otros.

Y allí está también el niño que pisa por primera vez los umbrales de una casa de juego, y que al entrar á ella con el corazón palpitante, como el de aquel que acaba de cometer su primer crímen, no ha sabido si huir, como un valiente, ó si estirar, como un cobarde, su mano temblorosa hacia el montón de fichas que galantemente le brindaban sus amigos de parranda.

El silencio es de tumba. No se oye ni una palabra en la sala. Todos mi-