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ALBERTO GHIRALDO

ra, mientras la compañera, que hacia vis con el hombre, permanecía sin moverse, echada para atrás sobre el respaldar del asiento y haciendo, con los labios, una mueca que podía traducirse como un signo de desprecio triunfante.

Mirá que ya estoy cansada de estas cosas—continuó después— y que el día menos pensado se va armar la grande!. Y se le fué encima, metiéndole las manos en los ojos como si quisiera arrancárselos.

El, sin contestarle, la tomó de un brazo y quiso hacerla sentar á viva fuerza. La mujer dió un tirón con ímpetu, y se desprendió de la garra.

¡Qué vivo! Hacé sentar alguna otra sarnosa, como esa, dijo, señalando á la otra mujer.

Tenia fama de mala y sabia perfectamente que con la rival aquella no tenía ni para empesar, como decía en su jerga pintoresca.

Y después has de ir pá que te dé de comer—agregó—porque yo te he muerto el hambre más de una ves...

¡Tu madre! perra!—contestó él, y