perseverancia en tu servicio y amor y tambien la vida temporal, mediante la santa unción que va á recibir, si con ella ha de hacer obras dignas de la vida eterna. Así sea.
Era el sacerdote quien hablaba. Su voz, algo débil y casi sin modulaciones, no podía escucharse con mucha claridad.
Yo, el enfermo, tenía los ojos cerrados. Oía perfectamente. Rodeando el lecho estaban todos los míos.
De pronto alzé los párpados y volví la cabeza hacia el lado donde estaba el sacerdote. Hice un ademán y un gesto. El moribundo iba á hablar.
—Padre...
La atención se condensó en un silencio de sepulcro. Todos los oídos estaban alertas; las miradas eran ansiosas.
—Hijo...
—Padre... volví á repetir con voz desfalleciente.
—Te escucho, contestó aquél, ¿es una confesión? habla: y acercó su rostro al mío.
Reasumiendo todas las fuerzas que quedaban en aquel misero cuerpo clau-