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ALBERTO GHIRALDO

perseverancia en tu servicio y amor y tambien la vida temporal, mediante la santa unción que va á recibir, si con ella ha de hacer obras dignas de la vida eterna. Así sea.

Era el sacerdote quien hablaba. Su voz, algo débil y casi sin modulaciones, no podía escucharse con mucha claridad.

Yo, el enfermo, tenía los ojos cerrados. Oía perfectamente. Rodeando el lecho estaban todos los míos.

De pronto alzé los párpados y volví la cabeza hacia el lado donde estaba el sacerdote. Hice un ademán y un gesto. El moribundo iba á hablar.

—Padre...

La atención se condensó en un silencio de sepulcro. Todos los oídos estaban alertas; las miradas eran ansiosas.

—Hijo...

—Padre... volví á repetir con voz desfalleciente.

—Te escucho, contestó aquél, ¿es una confesión? habla: y acercó su rostro al mío.

Reasumiendo todas las fuerzas que quedaban en aquel misero cuerpo clau-