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Vemos aqui, en realidad, a la filosofia en un punto de vista desgraciado, que debe ser firme, sin que, sin embargo, se apoye en nada ni penda de nada en el cielo ni sobre la tierra. Aquí ha de demostrar su pureza como guardadora de sus leyes, no como heraldo de las que le insinue algún sentido impreso o no sé qué naturaleza tutora; los cuales, aunque son mejores que nada, no pueden nunca proporcionar principios, porque éstos los dicta la razón y han de tener su origen totalmente a priori y con ello su autoridad imperativa: no esperar nada de la inclinación humana, sino aguardarlo todo de la suprema autoridad de la ley y del respeto a la mismt, o, en otro caso, condenar al hombre a despreciarse a sí mismo y a execrarse en su interior.

Todo aquello, pues, que sea empírico es una adición al principio de la moralidad y, como tal, no sólo inaplicable, sino altamente perjudicial para la pureza de las costumbres mismas, en las cuales el valor propio y superior a todo precio de una voluntad absolutamente pura consiste justamente en que el principio de la acción esté libre de todos los influjos de motivos contingentes, que sólo la experiencia puede proporcionar. Contra esa negligencia y basta bajeza del modo de pensar, que busca el principio en causas y leyes empiricas de movimiento, no será nunca demasiado frecuente e intensa la reconvención; porque la razón humana, cuando se cansa, va gustosa a reposar en esa poltrona, y en los ensueños de dulces ilusiones - que le hacen abrazar una nube en lugar de Juno -