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varse de la acción. Si me aparto del principio del deber, de seguro es ello malo; pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad, puede ello a veces serme provechoso, aun cuando desde luego es más seguro permanecer adicto a ella. En cambio, para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mi mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima - salir de apuros por medio de una promesa mentirosa-debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda; por lo tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.

Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; inca paz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si