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vicioso escondido en nuestra conclusión de la li bertad a la autonomía y de ésta a la ley moral, esto es, de que acaso hubiéramos establecido la idea de la libertad sólo por la ley moral, para luego concluir ésta a su vez de la libertad, no pudiendo, pues, dar ningún fundamento de aquélla, sino admitiéndola sólo como una concesión de un principio, que con gusto admitimos nosotros, almas bien dispuestas moralmente, pero que no podemos nunca establecer como proposición demostrable.

Pues ahora ya vemos que, cuando nos pensamos como libres, nos incluimos en el mundo inteligible, como miembros de él, y conocemos la autonomía de la voluntad con su consecuencia, que es la moralidad; pero si nos pensamos como obligados, nos consideramos como pertenecientes al mundo sensible y, sin embargo, al mismo tiempo al mundo inteligible también.

¿Cómo es posible un imperativo categórico!

El ser racional se considera, como inteligencia, perteneciente al mundo inteligible, y si llama voluntad a su causalidad es porque la considera sólo como una causa eficiente que pertenece a ese mundo inteligible. Pero, por otro lado, tiene conciencia de sí, como parte también del mundo sensible, en el que sus acciones se encuentran como meros fenómenos de aquella causalidad; pero la posibilidad de tales acciones no puede ser comprendida