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rá, pues, indeterminada respecto de todos los objetos y contendrá sólo la forma del guverer en general, como autonomía; esto es, la aptitud de la máxima de toda buena voluntad para hacerse a sí misma ley universal es la única ley que se impone a sí misma la voluntad de todo ser racional, sin que intervenga como fundamento ningún impulso e interés.

¿Cómo es posible y por qué es necesaria semejante proposición práctica sintética a priori? Es éste un problema cuya solución no cabe en los límites de la metafísica de las costumbres. Tampoco hemos afirmado aquí su verdad, y mucho menos presumido de tener en nuestro poder una demostración.

Nos hemos limitado a exponer, por el desarrollo del concepto de moralidad, una vez puesto en marcha, en general, que una autonomía de la voluntad inevitablemente va inclusa en él o, más bien, le sirve de base. Así, pues, quien tenga a la moralidad por algo y no por una idea quimérica desprovista de verdad, habrá de admitir también el citado principio de la misma. Este capítulo ha sido, pues, como el primero, meramente analítico. Mas para que la moralidad no sea un fantasma vano-cosa que se deducirá de suyo si el imperativo categórico y con él la autonomía de la voluntad son verdaderos y absolutamente necesarios como principio a priori-, hace falta un uso sintético posible de la razón pura práctica, cosa que no podemos arriesgar sin que le preceda una critica de esa facultad. En el último capítulo expondremos los rasgos principales de ella, que son suficientes para nuestro propósito.