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IV

¡Hija! reza también por los que cubre
La soporosa piedra de la tumba,
Profunda sima adonde se derrumba
La turba de los hombres mil á mil:

Abismo en que se mezcla polvo á polvo,
Y pueblo á pueblo; cual se ve á la hoja
De que al añoso bosque abril despoja
Mezclar la suya otro y otro abril.

Arrodilla, arrodíllate en la tierra
Donde segada en flor yace mi Lola,
Coronada de angélica aureola;
Do helado duerme cuanto fué mortal;

Donde cautivas almas piden preces
Que las restauren á su ser primero,
Y purguen las reliquias del grosero
Vaso, que las contuvo, terrenal.

¡Hija! cuando tú duermes, te sonríes,
Y cien apariciones peregrinas,
Sacuden retozando tus cortinas;
Travieso enjambre, alegre, volador.

Y otra vez á la luz abres los ojos,
Al mismo tiempo que la aurora hermosa
Abre también sus párpados de rosa,
Y da á la tierra el deseado albor.

¡Pero esas pobres almas!... ¡si supieras
Qué sueño duermen!... su almohada es fría
Duro su lecho; angélica armonía
No regocija nunca su prisión.

No es reposo el sopor que las abruma;
Para su noche no hay albor temprano;
Y la conciencia, velador gusano,
Les roe inexorable el corazón.

Una plegaria, un solo acento tuyo,
Harán que gocen pasajero alivio,
Y que de luz celeste un rayo tibio,
Logre á su obscura estancia penetrar;

Que el atormentador remordimiento
Una tregua á sus víctimas conceda,