Al estallar el huracán furioso,
Al retumbar sobre mi frente el rayo
Palpitando gocé : vi el Oceano.
Azotado por austro proceloso
Combatir mi bajel, y ante mis plantas
Vórtice hirviente abrir, y amé el peligro,
Y sus iras amé; mas su fiereza
En mi alma no produjo
La profunda impresión de tu grandeza.
Sereno corres, majestuoso, y luego
En áspero peñasco quebrantado,
Te abalanzas violento, arrebatado,
Como el destino irresistible y ciego.
¿Qué voz humana describir podría
De la sirte rugiente
La aterradora faz ? El alma mía
En vagos pensamientos se confunde,
Al mirar esa férvida corriente,
Que en vano quiere la turbada vista
En su vuelo seguir al borde oscuro
Del precipicio altisimo; mil olas
Cual pensamiento rápidas pasando,
Chocan y se enfurecen,
Y otras mil y otras mil ya las alcanzan,
Y entre espuma y fragor desaparecen.
¡Ved! ¡llegan, saltan! El abismo horrendo
Devora los torrentes despeñados;
Crúzanse en él mil iris, y asordados
Vuelven los bosques el fragor tremendo.
Al golpe violentísimo en las peñas
Rómpese el agua; vaporosa nube
Llena el abismo en torbellino, sube,
Gira en torno y al éter
Luminosa pirámide levanta,
Y por sobre los montes que la cercan
Al solitario cazador espanta.
¿Mas qué en ti busca mi anhelante vista
Con inútil afán? ¿Por qué no miro
Al rededor de tu caverna inmensa
Las palmas, ¡ay! las palmas deliciosas,
Que en las llanuras de mi ardiente patria
Nacen del sol á la sonrisa y crecen,
Y al soplo de las brisas del Océano
Bajo un cielo purísimo se mecen?
Este recuerdo á mi pesar me viene...
Nada, ¡oh Niágara! falta á tu destino
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