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empresa; no vacilaba nunca entre su conciencia y las conveniencias fugitivas de un momento ó de una personalidad, aunque se tratara de la suya propia.

Como todos los hombres radicales, progresistas y reformadores, tuvo por enemigos á cuantos creyeron que su programa político amenazaba intereses, costumbres ó aficiones sancionados por el tiempo, la preocupación ó la rutina; pero hoy se le hace justicia por amigos y adversarios, por federales y unitarios, por nacionales y extranjeros. Todo el mundo reconoce que se le deben grandes beneficios y que él abrió la senda seguida más tarde por los argentinos con rumbo al progreso y á la perfección.

Nacido en el último cuarto del siglo xvm, no era ciertamente un liberal como son en el día los de las escuelas avanzadas; pero su liberalismo no era menos sólido ni las circunstancias más difíciles lo entibiaron ni lo desmintieron.

Fué educado por un sacerdote, el doctor Marcos Salcedo, y después en el colegio porteño de San Carlos. Joven todavía, fué nombrado teniente de una de las compañías de milicianos que organizó Liniers después del primer ataque frustrado de los ingleses á Buenos Aires. En el segundo ataque se batió con sus gallegos, contribuyendo á rechazar la invasión [1].

Tomó parte en los disturbios que precedieron á la revolución, luchando en favor del general Liniers que era combatido por Alzaga. Sin embargo, su papel fué secundario hasta 1811, época en la cual empezó á tener intervención visible en los sucesos.

Nombrado por entonces ministro de Gobernación, Hacienda y Guerra, desempeñó conjuntamente cargos tan difíciles y pudo salir airoso, aunque combatido simultáneamente por las facciones políticas y por los no domados españoles que abiertamente conspiraban.

En aquella época agitada empezó á demostrar el joven Rivadavia sus dotes de estadista: fundó la libertad comercial, introdujo considerables mejoras en la administración, prohibió la trata de negros y al mismo tiempo deshizo más de un

  1. Uno de los cuerpos de milicias se denominaba de Gallegos.