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había estado orientado hacia un secreto que me interesaba más, y después había sido interrumpido y entretenido por otro secreto inferior. Tal vez anduviera mejor encaminado cuando le levantaba las polleras a las sillas.

Una vez las manos se me iban para las polleras de una silla y me las detuvo el ruido fuerte que hizo la puerta que daba al zaguán, por donde entraba apurada Celina cuando venía de la calle. Yo no tuve más tiempo que el de recoger las manos, cuando llegó hasta mí, como de costumbre y me dio un beso. Esta costumbre fue despiadadamente suprimida una tarde a la hora de despedirnos; le dijo a mi madre algo así: "Este caballero ya va siendo grande y habrá que darle la mano.” Celina traía severamente ajustado de negro su cuerpo alto y delgado como si se hubiese pasado las manos muchas veces por encima de las curvas que hacía el corsé para que no quedara la menor arruga en el paño grueso del vestido. Y así había seguido hasta arriba ahogándose con un cuello que le llegaba hasta las orejas. Después venía la cara muy blanca, los ojos muy negros, la frente muy blanca y el pelo muy negro, formando un peinado redondo como el de una reina que había visto en unas monedas y que parecía un gran budín quemado.

Yo recién empezaba a digerir la sorpresa de la puerta, de la entrada de Celina y del beso, cuando ella volvía a aparecer en la sala. Pero en vez de venir severamente ajustada de negro, se había puesto encima un batón blanco de tela ligera y almidonada, de mangas cortas, acampanadas y con volados. Del volado salía el brazo con el paño negro del vestido que traía de la calle, ajustado hasta las muñecas. Esto ocurría en invierno; pero en verano, de aquel mismo batón salía el brazo completamente desnudo. Al aparecer de entre los volados endurecidos por el almidón, ya pensaba en unas flores artificiales que hacía una