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Dentro de un cuadro había dos óvalos con las fotografías de un matrimonio pariente de Celina. La mujer tenía una cabeza bondadosamente inclinada, pero la garganta, abultada, me hacía pensar en un sapo. Una de las veces que la miraba, fui llamado, no sé cómo, por la mirada del marido. Por más que yo lo observaba de reojo, él siempre me miraba de frente y en medio de los ojos. Hasta cuando yo caminaba de un lugar a otro de la sala y tropezaba con una silla, sus ojos se dirigían al centro de mis pupilas. Y era fatalmente yo, quien debía bajar la mirada. La esposa expresaba dulzura no sólo en la inclinación sino en todas las partes de su cabeza: hasta con el peinado alto y la garganta de sapo. Dejaba que todas sus partes fueran buenas: era como un gran postre que por cualquier parte que se probara tuviera rico gusto. Pero había algo que no solamente dejaba que fuera bueno, sino que se dirigía a mí: eso estaba en los ojos. Cuando yo tenía la preocupación de no poder mirarla a gusto porque al lado estaba el marido, los ojos de ella tenían una expresión y una manera de entrar en los míos que equivalía a aconsejarme: "no le hagas caso yo te comprendo, mi querido”. Y aquí empezaba otra de mis preocupaciones. Siempre pensé que las personas buenas, las que más me querían, nunca me comprendieron; nunca se dieron cuenta que yo las traicionaba, que tenía para ellas malos pensamientos. Si aquella mujer hubiera estado presente, si todavía se hubiera conservado joven, si hubiera tenido esa enfermedad del sueño en que las personas están vivas pero no se dan cuenta cuando las tocan y si hubiera estado sola conmigo en aquella sala, con seguridad que yo hubiera tenido curiosidades indiscretas.
     Cuando yo sin querer caía bajo la mirada del marido y bajaba rápidamente la vista, sentía contrariedad y fastidio. Y como esto se produjo varias veces, me quedó en los párpados la memoria de bajarlos y la angustia de