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en los actos que correspondían al trato con una mujer real. Fue entonces que tuve el instante de confusión. Pero después sentía el placer de violar una cosa seria. En aquella mujer se confundía algo conocido —el parecido a una de carne y hueso, lo de saber que era de mármol y cosas de menor interés—; y algo desconocido —lo que tenía de diferente a las otras, su historia (suponía vagamente que la habrían traído de Europa y más vagamente suponía a Europa, en qué lugar estaría cuando la compraron, los que la habrían tocado, etc.)— y sobre todo lo que tenía que ver con Celina. Pero en el placer que yo tenía al acariciar su cuello se confundían muchas cosas más. Me desilusionaban los ojos. Para imitar el iris y la niña habían agujereado el mármol y parecían los de un pescado. Daba fastidio que no se hubieran tomado el trabajo de imitar las rayitas del pelo: aquello era una masa de mármol que enfriaba las manos. Cuando ya iba a empezar el seno, se terminaba el busto y empezaba un cubo en el que se apoyaba toda la figura. Además, en el lugar donde iba a empezar el seno había una flor tan dura que si uno pasaba los dedos apurados podía cortarse. (Tampoco le encontraba gracia imitar una de esas flores: había a montones en cualquiera de los cercos del camino.)
     Al rato de mirar y tocar la mujer también se me producía como una memoria triste de saber cómo eran los pedazos de mármol que imitaban los pedazos de ella; y ya se habían deshecho bastante las confusiones entre lo que era ella y lo que sería una mujer real. Sin embargo, a la primera oportunidad de encontrarnos solos, ya los dedos se me iban hacia su garganta. Y hasta había llegado a sentir, en momentos que nos acompañaban otras personas —cuando mamá y Celina hablaban de cosas aburridísimas— cierta complicidad con ella. Al mirarla de más lejos y como de paso, la volvía a ver entera y a tener un instante de confusión.