de él. De él había recibido las comidas y las palabras. Además cuando mi socio no era más que el representante de alguna persona —ahora él representaba al mundo entero—, mientras yo escribía los recuerdos de Celina, él fue un camarada infatigable y me ayudó a convertir los recuerdos —sin suprimir los que cargaban remordimientos—, en una cosa escrita. Y eso me hizo mucho bien. Le perdono las sonrisas que hacía cuando yo me negaba a poner mis recuerdos en un cuadriculado de espacio y de tiempo. Le perdono su manera de golpear con el pie cuando le impacientaba mi escrupulosa búsqueda de los últimos filamentos del tejido del recuerdo; hasta que las puntas se sumergían y se perdían en el agua; hasta que los últimos movimientos no rozaban ningún aire en ningún espacio.
En cambio debo agradecerle que me siguiera cuando en la noche yo iba a la orilla de un río a ver correr el agua del recuerdo. Cuando yo sacaba un poco de agua en una vasija y estaba triste porque esa agua era poca y no corría, él me había ayudado a inventar recipientes en qué contenerla y me había consolado contemplando el agua en las variadas formas de los cacharros. Después habíamos inventado una embarcación para cruzar el río y llegar a la isla donde estaba la casa de Celina. Habíamos llevado pensamientos que luchaban cuerpo a cuerpo con los recuerdos; en su lucha habían derribado y cambiado de posición muchas cosas; y es posible que haya habido objetos que se perdieran bajo los muebles. También debemos de haber perdido otros por el camino; porque cuando abríamos el saco del botín, todo se había cambiado por menos, quedaban unos poquitos huesos y se nos caía el pequeño farol en la tierra de la memoria.
Sin embargo, a la mañana siguiente volvíamos a convertir en cosa escrita lo poco que habíamos juntado en la noche.
Página:Felisberto Hernandez. Obras completas Vol. 2.djvu/40
Esta página ha sido corregida