ojos llenos de todo lo que habían juntado por la calle. Al entrar en la sala y echarles encima de golpe las cosas blancas y negras que allí había parecía que todo lo que los ojos traían se apagaría. Pero cuando me sentaba a descansar —y como en los primeros momentos no me metía con los muebles porque tenía temor a lo inesperado, en una casa ajena— entonces me volvían a los ojos las cosas de la calle y tenía que pasar un rato hasta que ellas se acostaran en el olvido.
Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos. Y yo de pronto sentía que un caprichoso aire que venía del pensamiento las había empujado, las había hecho presentes de alguna manera y ahora las esparcía entre los muebles de la sala y quedaban confundidas con ellos.
Por eso más adelante —y a pesar de los instantes angustiosos que pasé en aquella sala— nunca dejé de mirar los muebles y las cosas blancas y negras con algún resplandor de magnolias.
Todavía no se habían dormido las cosas que traía de la calle cuando ya me encontraba caminando en puntas de pie —para que Celina no me sintiera— y dispuesto a violar algún secreto de la sala.
Al principio iba hacia una mujer de mármol y le pasaba los dedos por la garganta. El busto estaba colocado en una mesita de patas largas y débiles; las primeras veces se tambaleaba. Yo había tomado a la mujer del pelo con una mano para acariciarla con la otra. Se sobreentendía que el pelo no era de pelo sino de mármol. Pero la primera vez que le puse la mano encima para asegurarme que no se movería se produjo algún instante de confusión y olvido. Sin querer, al encontrarla parecida a una mujer de la realidad, había pensado en el respeto que le debía,
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