ese sufrimiento era la comida que por más tiempo calmaba a las fieras del remordimiento. Y el placer más grande estaba en registrar distintos recuerdos para ver si encontraba un secreto que les fuera común, si los distintos hechos eran expresiones equivalentes de un mismo sentido de mi destino. Entonces, volvía a encontrarme con un olvidado sentimiento de curiosidad infantil, como si fuera a una casa que había en un rincón de un bosque donde yo había vivido rodeado de personas y ahora revolviera los muebles y descubriera secretos que en aquel tiempo yo no había sabido —tal vez los hubieran sabido las otras personas—. Ésta era la tarea que más deseaba hacer solo, porque mi socio entraría en esa casa haciendo mucho ruido y espantaría el silencio que se había posado sobre los objetos. Además mi socio traería muchas ideas de la ciudad, se llevaría muchos objetos, les cambiaría su vida y los pondría de sirvientes de aquellas ideas; los pintaría de nuevo y ellos perderían su alma y sus trajes. Pero mi terror más grande era por las cosas que suprimiría, por la crueldad con que limpiaría sus secretos, y porque los despojaría de su real imprecisión, como si quitara lo absurdo y lo fantástico a un sueño.
Era entonces cuando yo disparaba de mi socio; corría como un ladrón al centro de un bosque a revisar solo mis recuerdos y cuando creía estar aislado empezaba a revisar los objetos y a tratar de rodearlos de un aire y un tiempo pasado para que pudieran vivir de nuevo. Entonces empujaba mi conciencia en sentido contrario al que había ve¬ nido corriendo hasta ahora; quería volver a llevar savia a plantas, raíces o tejidos que ya debían estar muertos o disgregados. Los dedos de la conciencia no sólo encontraban raíces de antes sino que descubrían nuevas conexiones; encontraban nuevos musgos y trataban de seguir las ramazones; pero los dedos de la conciencia entraban en un
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