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hasta cansarse. Todavía antes de dormirse, mi socio, intenta recordar la cara de Celina y al mover el agua del recuerdo las imágenes que están debajo se deforman como vistas en espejos ordinarios donde se movieran los nudos del vidrio.
     Recién me doy cuenta de que el recuerdo ha pasado cuando siento en los ojos una molestia física presente, como un escozor de lágrimas que se han secado en los párpados.

Hace pocos días al anochecer, se produjo un acontecimiento extraño y sin precedentes en mi persona. Antes, por más raro que fuera lo que ocurría, siempre le encontraba antecedentes: en algún lugar del alma había estado escondido un principio de aquel acontecimiento, alguna otra vez ya se había empezado a ensayar, en mi existencia, un pasaje —acaso el argumento— de aquella última representación. Pero hace pocos días, al anochecer, se inauguró en mí una función sin anuncio previo. No sé si la compañía teatral se había equivocado de teatro, o sencillamente lo había asaltado. Si a mi estado de aquel anochecer le llamara enfermedad, diría que yo no sabía que estaba predispuesto a tenerla; y si esa enfermedad fuera un castigo, diría que habían equivocado la persona del delito. No era el caso que yo sintiera cerca de mí un socio: durante unas horas, yo, completamente yo, fui otra persona: la enfermedad traía consigo la condición de cambiarme. Yo estaba en la situación de alguien que toda la vida ha supuesto que la locura es de una manera; y un buen día, cuando se siente atacado por ella se da cuenta de que la locura no sólo no es como él se imaginaba, sino que el que la sufre, es otro, se ha vuelto otro, y a ese otro no le interesa saber cómo es la locura: él se encuentra metido en ella o ella se ha puesto en él y nada más.