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preferían el descanso, entregarse a la pereda y desencon¬ trarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes. Yo trataba de no provocarlos, pero si eso llegaba a ocu¬ rrir preferiría que la lucha fuera corta y se exterminaran de un golpe. En Buenos Aires me costaba hallar rincones tranquilos donde Alcides no me encontrara. (A él le gustaría que le contara cosas de la señora Margarita para ampliar su mala manera de pensar en ella.) Además yo ya estaba bastante confundido con mis dos señoras Margaritas y va¬ cilaba entre ellas como si no supiera a cuál, de dos herma¬ nas, debía preferir o traicionar; ni tampoco las podía fundir, para amarlas al mismo tiempo. A menudo me fas¬ tidiaba que la última señora Margarita me obligara a pen¬ sar en ella de una manera tan pura, y tuve la idea de que debía seguirla en todas sus locuras para que ella me con¬ fundiera entre los recuerdos del marido, y yo, después, pudiera sustituirlo. Recibí la orden de volver en un día de viento y me lancé a viajar con una precipitación salvaje. Pero ese día, el viento parecía traer oculta la misión de soplar contra el tiempo y nadie se daba cuenta de que los seres huma¬ nos, los ferrocarriles y todo se movía con una lentitud an¬ gustiosa. Soporté el viaje con una paciencia inmensa y al llegar a la casa inundada fue María la que vino a recibir¬ me al embarcadero. No me dejó remar y me dijo que el mismo día que yo me fui, antes de retirarse el agua, ocu¬ rrieron dos accidentes. Primero llegó Filomena, la mujer del botero, a pedir que la señora Margarita la volviera a tomar. No la habían despedido sólo por haber dejado nadar aquel pan, sino porque la encontraron seduciendo a Alcides una vez que él estuvo allí en los primeros días. La señora Margarita, sin decir una palabra, la empujó, y Filomena cayó al agua; cuando se iba, llorando y cho¬ rreando agua, el marido la acompañó y no volvieron más. 255