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cabeza, daba la idea de una corona dorada. Esto lo iba recordando después de una rápida mirada, pues temí que me descubriera observándola. Desde ese instante hasta el momento de encontrarla estuve nervioso. Apenas puse los pies en la escalera empezó a mirar sin disimulo y yo des¬ cendía con la dificultad de un líquido espeso por un em¬ budo estrecho. Me alcanzó una mano mucho antes que yo llegara abajo. Y me dijo: —Usted no es- como yo me lo imaginaba... siempre me pasa eso. Me costará mucho acomodar sus cuentos a su cara. Yo, sin poder sonreír, hacía movimientos afirma¬ tivos como un caballo al que le molestara el freno. Y le contesté: —Tengo mucha curiosidad de conocerla y de saber qué pasará. Por fin encontré su mano. Ella no me soltó hasta que pasé al asiento de los remos, de espaldas a la proa. La señora Margarita se removía con la respiración entrecor¬ tada, mientras se sentaba en el sillón que tenía el respaldo hacia mí. Me decía que estudiaba un presupuesto para un asilo de madres y no podría hablarme por un rato. Yo remaba, ella manejaba el timón, y los dos mirábamos la estela que íbamos dejando. Por un instante tuve la idea de un gran error; yo no era botero y aquel peso era mons¬ truoso. Ella seguía pensando en el asilo de madres sin tener en cuenta el volumen de su cuerpo y la pequeñez de mis manos. En la angustia del esfuerzo me encontré con los ojos casi pegados al respaldo de su sillón; y el barniz oscuro y la esterilla llena de agujeritos, como los de un panal, me hicieron acordar de una peluquería a la que me llevaba mi abuelo cuando yo tenía seis años. Pero estos agujeros estaban llenos de bata blanca y de la gordu¬ ra de la señora Margarita. Ella me dijo: —No se apure; se va a cansar en seguida. 241