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libros. Entonces empezó a contarme el mal que le había hecho a su ama "tanto libro”; y "hasta la‘habían dejado sorda, y no le gustaba que le gritaran”. Yo debo haber hecho algún gesto por la molestia de la luz. —¿A usted también le incomoda la luz? Igual que a ella. Fui a encender una portátil; tenía pantalla verde y daría una sombra agradable. En el instante de encenderla sonó el teléfono colocado detrás de la portátil, y lo atendió la española. Decía muchos "sí” y las pequeñas flores blancas acompañaban conmovidas los movimientos del moño. Después ella sujetaba las palabras que se asomaban a la boca con una sílaba o un chistido. Y cuando colgó el tubo suspiró y salió de la habitación en silencio. Comí y bebí buen vino. La española me hablaba pero yo, preocupado de cómo me iría en aquella casa, apenas le contestaba moviendo la cabeza como un mueble en un piso flojo. En el instante de retirar el pocilio de café de entre la luz llena de humo de mi cigarrillo, me volvió a decir que la señora me llamaría por teléfono. Yo miraba el aparato esperando continuamente el timbre, pero sonó en un instante en que no lo esperaba. La señora Margarita me preguntó por mi viaje y mi cansancio con voz agrada¬ ble y tenue. Yo le respondí con fuerza separando las pa¬ labras. —Hable naturalmente —me dijo—, ya le explicaré por qué le he dicho a María (la española) que estoy sor¬ da. Quisiera que usted estuviera tranquilo en esta casa; es mi invitado; sólo le pediré que reme en mi bote y que soporte algo que tengo que decirle. Por mi parte haré una contribución mensual a sus ahorros y trataré de serle útil. He leído sus cuentos a medida que se publicaban. No he querido hablar de ellos con Alcides por temor a disentir; soy susceptible; pero ya hablaremos... Yo estaba absolutamente conquistado. Hasta le dije que 239